El reloj sigue marcando silencios.
Las teclas que fielmente me sepultan el olvido
hoy se equivocan, tal vez aposta.
Pensaba que algún día sabría deciros esto,
mas hablar de uno mismo es abrir un boquete
en las entrañas de la memoria infectadas
de recuerdos. No es fácil, creedme.
Podría hablaros de un tiempo en que os acunaba
de noche mientras imaginábamos
que le preparábamos la cena a la luna,
recuerdo que incluso mi padre me cantaba
«luna lunera, cascabelera, debajo de la cama, tienes la cena».
Creo que yo nunca os lo llegué a cantar, porque
por entonces la luna ya era exilio
aunque os dijera que seguía allá fuera,
en algún recoveco, al fondo del pasillo.
Aquel reloj del silencio
aún hoy se me aferra a la muñeca, con la hora
senil e inventada, preguntándome dónde estáis. Entre pasos
le digo que él me responda por vuestra y todas las ausencias,
mas él calla con aún más silencio
y sé que recuerda el final de un bucle de infancia,
vuestra infancia que nos arrebataron.
Ojalá que la niñez se desescriba, pienso injustamente
de vez en cuando. Es ilógico creer que no os puedo anunciar
que a veces aquí nieva y que el blanco de mi cabeza pese a todo
va a más y no se derrite, tan solo se derrite
el tiempo que nos observa.
Voy a trazaros un puente en mi memoria.
Si retornáis, fingid que no me veis viejo,
yo aún conservo el manual de los abrazos más tristes,
intentaré no desempolvarlo.
Frantz Ferentz, 2014
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